Recensioni / Saverio La Ruina: teatro e identidad

Al observar el panorama del teatro italiano de las últimas décadas, no parece que a estas alturas sea ningún descubrimiento señalar el tremendo impacto que ha supuesto la aparición y consolidación de una nueva tradición teatral a cargo de un nutridísimo grupo de actores y dramaturgos del sur peninsular, como demuestra la atención despertada desde hace años por actores y autores como los sicilianos Emma Dante, Spiro Scimone, Vincenzo Pirrotta, Davine Enia o el pugliés Mario Perrotta. Por diferentes motivos resulta también tremendamente interesante la aparición de un teatro específicamente radicado en la región de Calabria, sobre todo si se considera la inexistencia de una tradición anterior más allá de la obra de algunos autores concretos, como los ya lejanísimos Corrado Alvaro o Michele de Marco.
En efecto, basta echar un vistazo a algunas publicaciones teatrales recientes (como el dossier “Le lingue del teatro” publicado por la revista «Hystrio», 4/2016) para percibir que la aparición de un nuevo teatro propiamente calabrés, con representantes como Giancarlo Cauteruccio, Peppino Mazzotta, Ernesto Orrico o Dario Natale, es un hecho que es imposible dejar de lado. Se constata de este modo que nos encontramos ante el nacimiento de todo un teatro de características ciertamente definidas que, si algo tiene de particular, es el hecho de evidenciar una profunda investigación capaz de reflejar la crítica social más profunda sin renunciar a una clara y evidente conexión con la identidad local propia. Dentro de este panorama, apenas sucintamente esbozado, no cabe duda de que la figura del tantas veces galardonado dramaturgo, actor y director teatral Saverio La Ruina destaca con voz propia.
De hecho, a lo largo de la última década el teatro de Saverio La Ruina no solo ha sabido granjearse poco a poco un notable éxito de crítica y público, sino que lo ha hecho siendo capaz de ocupar un hueco propio en un movimiento tan particular como es el llamado “teatro de narración”, un género teatral que desde mediados de los años noventa no ha dejado de ser objeto de una constante incorporación de nuevas voces y de un no menos interés crítico.
El teatro de La Ruina parte, en efecto, de lo que ha venido a denominarse “narración escénica monologante”, estando como está orientado a la producción de espectáculos basados en monólogos dramáticos a manos de un único actor solista. Sin embargo, frente a las numerosas propuestas de dramaturgos-actores del movimiento, en La Ruina el elemento diegético o narrativo está constantemente enmarcado dentro de una arquitectura de ficción, lo que señalaría su distancia respecto a uno de los modelos más comunes del teatro de narración italiano (como el de Laura Curino en Olivetti, la Lucilla Giagnoni de Vergine madre o el Marco Paolini de Il racconto del Vajont) en el que el narrador hace del público una suerte de interlocutor potencial sin la necesidad de esconderse tras la máscara de un personaje concreto. Por el contrario, La Ruina, en la línea del Kohlhaas de Marco Baliani o la Odissea de Mario Perrotta, opta por acercarse al público y a la historia narrada mediante un “actor-personaje”. Ambas modalidades, de cualquier modo, comparten, como en el caso de La Ruina, la noción del teatro entendida como instrumento de comunicación comunitaria útil para la transmisión de un contenido de corte civil e ideológico.
Y es que, como apunta Angela Albanese, si por algo se caracteriza el teatro de Saverio La Ruina (creador de la compañía Scena Verticale en 1992 junto a Dario De Luca y promotor desde 1999 del festival de teatro contemporáneo Primavera del Teatro, galardonado, entre otros, con el Premio Ubu en 2009) es justamente por poner frente a nuestros ojos las mismas historias de identidad oprimida y vilipendiada a las que por desgracias asistimos diariamente a través de los medios de comunicación. Sin embargo, todo lo que en estos medios generalistas es impersonalidad y distancia, se convierte en manos de La Ruina en una narración sólidamente estructurada que, más allá de la temática y del enfoque propuestos, pone en evidencia la distancia que separa el teatro de cualquier otro modo de comunicación interpersonal; esto es, la capacidad del actor-narrador de convertirse en un certero y privilegiado vehículo de experiencia con el que poder escarbar en el dolor humano a través de la narración. No se puede pedir más a un evento teatral. La Ruina, en efecto, no rehúye el conflicto por más íntimo que sea, no lo esconde, no lo suaviza. Por el contrario, sus obras están llenas de toda una casuística del trauma, estando como están centradas en personajes que, casi al límite de lo humanamente soportable, nos trasladan sus experiencias sin tapujos, pero también sus dudas, sus pesares y sus inherentes contradicciones.
Y lo interesante de todo ello es que lo hace con un preciosismo formal que no puede pasar desapercibido; en definitiva es esta una marca ya desde sus primeras obras en dialecto calabro-lucano, Dissonorata. Un delitto d’onere in Calabria (2006) y La Borto (2009). Ambas tienen, además, en común no solo el recurso a la lengua propia, sino también el hecho de enfrentarse al tema de la identidad femenina vilipendiada. Para ello, parte de la representación de los monólogos de dos mujeres, Pasqualina y Vittoria respectivamente, en el seno de un ambiente familiar, social y cultural claramente opresivos; en ambas La Ruina, travestido con trajes de mujer, acaba por desvelar con una asombrosa profundidad una feminidad interior que no nace en ningún momento de un intento de simple ensimismamiento con el personaje a través de la recreación mediante el maquillaje o la escenografía, sino que, como es común en el teatro de narración más puro, opera exclusivamente a través de la palabra y del gesto mismo del actor sentado en una silla en medio de un escenario totalmente vacío.
Caras de una misma moneda (o dos momentos contiguos de una misma historia de alienación de la mujer), si en Dissonorata el personaje de Pasqualina se nos muestra como una campesina analfabeta relegada a un segundo plano en un mundo claramente masculino en el que debe asumir el rol que le asignan un padre y una familia autoritaria y, por tanto, sufrir (sin renunciar en muchas ocasiones a los tonos líricos e incluso cómicos) la doble privación que supone ser, además de mujer, una campesina de humildísima extracción; en La Borto, Vittoria se nos presenta como una mujer anciana que cuenta su tragedia de niña-esposa, la de verse obligada a casarse con apenas trece años en la más dura posguerra con un hombre monstruoso y autoritario que la condena a parir siete hijos cuando aún no ha cumplido los veintiocho años.
La delicadeza casi de orfebre con la que La Ruina compone sus personajes no nace en este caso, en ninguna de las dos obras, únicamente de un profundo estudio y uso del dialecto calabro-lucano de las protagonistas, sino que, como apunta Angela Albanese, cobra vida mediante la transfiguración del dolor causado por la propia identidad prisionera a través sobre todo de un conjunto de gestos mínimos, estudiados de forma casi quirúrgica, con el objetivo de eliminar todo lo que sea banal y limitar la gestualidad y la expresión del actor a apenas unos pequeños apuntes (una sutil inclinación de la cabeza, la mirada clavada en el suelo, un cruce de piernas, un gesto leve de la mano…). Es, pues, en esta interacción entre la lengua propia dialectal milimétricamente empleada y el uso de un gesto también minuciosamente calculado donde radica posiblemente el rasgo más notorio del teatro de La Ruina, el ser capaz de mantener un notable equilibrio entre la más pura escritura dramática y el más estudiado lenguaje escénico.
No menos interesante es su siguiente obra, Italianesi (2011), con la que La Ruina se lanzó, por el contrario, a explorar un nuevo campo temático, en este caso la cuestión de la identidad del migrante a través de los ojos y la voz de uno de sus grandes personajes, Tonino Cantisani. Nacido en 1951 en un campo de concentración albanés de madre albanesa y padre italiano, el personaje de Tonino se ve encerrado en el campo hasta bien cumplidos sus primeros cuarenta años tras negarles el régimen comunista de Enver Hoxha a él y a su madre la posibilidad de entrar en Italia. La vida de Tonino transcurre, de este modo, entre la nostalgia por un padre del que apenas sabe nada, la imagen ficticia que con el tiempo se ha ido haciendo de él y el contraste desgarrador que le supone enfrentarse a la realidad. Tiempo servido, pues, para una sucedánea recreación memorialista en la que la ausencia del padre, por motivos obvios, se sitúa como leitmovit central del espectáculo y de la consiguiente reconstrucción psicológica del personaje.
Un tanto diferente será su siguiente obra, Polvere. Dialogo tra uomo e donna (2015), en la que, optando por un espectáculo a dos voces, La Ruina plantea al espectador, a través del incisivo diálogo entre un hombre y su esposa, una lacerante investigación sobre la violencia psicológica que ejercen los maridos dentro del hortus conclusus que es el ámbito familiar. De este modo, La Ruina venía a configurar con Polvere, junto a Dissonorata y La Borto, un particular tríptico dedicado al tema de la violencia masculina ejercida sobre las mujeres en el ámbito de la familia, casi como si desde tres ópticas distintas (la de la esposa, la de la hija y la de la madre, respectivamente), quisiera trazar el desolador panorama de opresión patriarcal del que, por desgracia, tenemos diariamente muestras en los telediarios.
Diferente, en cualquier caso, es el rol que el mismo La Ruina se asigna en la obra: de sujeto narrador único que presta la voz para reflejar el sufrimiento femenino en las dos primeras, en Polvere, por el contrario, ya no es la víctima, sino el verdugo, ya no es la mujer que se lamenta, sino el hombre incapaz de llevar adelante, por incapacidad propia pero también por inducción social, un amor natural, sano y equilibrado incluso en el ambiente más íntimo de la pareja.
Con todo ello tenemos trazada ya una de las líneas maestras por las que se mueve el teatro de nuestro autor: la del dolor canalizado a través de una introspección antropológica que no renuncia a escarbar en los rincones más oscuros de la personalidad masculina, pero sobre todo femenina, y en el que va cobrando peso la constatación de que, más allá de la particular personalidad del personaje, es la sociedad misma la que acaba por configurar (y desfigurarnos al mismo tiempo) en los más íntimo de nuestro ser. Y es que es este justamente este el tema que vuelve a plantear La Ruina, casi a modo de síntesis, en su último espectáculo, el más reciente Masculu e fìammina (2016), en el que, tras el paréntesis que supuso Polvere, retoma la modalidad del teatro solista. Aquí vuelve en efecto a enfrentarse de nuevo a un monólogo en el que trata el tema de la homosexualidad, dando voz en esta ocasión a Peppino, un anciano gay de un pequeño pueblecito del interior de Calabria, quien, ante la tumba de su difunta madre, va deshilvanando una historia de silencio y de soledad, de deseos inconfesables y de rechazo social, de vergüenza apenas escondida y de amores clandestinos. Historias, en definitiva, de homofobia y prejuicios susurrados ante la tumba de la madre, porque es solamente a ella a quien Peppino es capaz de confesar su verdadera identidad de “masculu e fìammina”, esto es, de “hombre y mujer”.
Parece evidente, a la luz de todo ello, que la tarea a la que se enfrenta Angela Albanese en este volumen (trazar las líneas que prefiguran el compromiso social y antropológico de La Ruina) no es sencilla. Y no lo es si consideramos que se trata, como en este caso, de sacar a la luz toda una concreta concepción del teatro a partir del estudio detallado del texto y de sus mecanismos retóricos (gestos, estilo, lenguaje…) hasta llegar a una suerte de clave particular, temática y formal, que en La Ruina va paulatinamente permeando todos y cada uno de los personajes y obras mencionados hasta dotarlos de una unidad sorprendente.
Sin duda, ello es posible porque se trata de una dramaturgia, como perfectamente dejan entrever las palabras de Angela Albanese, que nace de una personal concepción de la escritura dramática que no rehúye la equilibrada confrontación con aspectos tan complejos como son la historia común, la propia biografía, la reflexión antropológica sobre el hombre actual, la misma geografía natal o, finalmente, la capacidad del propio dialecto como medio idóneo de expresión. Un teatro, en definitiva, que nos devuelve a la función primera del mismo teatro: la de ser espejo de nosotros mismos.