Recensioni / Michel Delville, Le roman de la faim: du Hungerkünstler au schizoflâneur

Es una idea ampliamente aceptada que la gastronomía refleja una cultura de la que es tributaria. Por ese motivo, son muchos los que deducen el carácter de una colectividad a partir de lo que ella misma ingiere: en esa senda, el conocido aforismo de Brillat-Savarin, “Dis-moi ce que tu manges, je te dirai ce que tu es”, fue retomado en 2020 por Bertrand Mar-quer para dar título a una obra de reflexión. En sus distintas contribuciones la perspectiva antropológica y sociológica se añade a la mirada literaria para ilustrar hasta qué punto las elecciones gastronómicas y nutricionales influyen en la construcción de una identidad. Se retoma así un principio cuya vigencia remonta al siglo XVII: en tal siglo se publicó en Francia un número considerable de libros de cocina con el fin de reivindicar las singularidades de la cocina francesa, concebida superior a las de los países vecinos por su refinamiento. Daba inicio así el “mito gastronómico”1 del país galo que ha pervivido hasta nuestros días.
Con todo, cabe recordar que, entre las normas del buen gusto, parece existir una clara jerarquía de los sentidos, de manera que lo relacionado con el gusto o con el sexo a menudo ha sido tachado de ordinario. Se apoyaban sus detractores en el criterio filosófico de que el cuerpo es un ente cerrado y todo aquello que traspasa sus fronteras puede contener un peligro en ciernes. De hecho, el mismo Platón sostenía que la buena mesa constituía una distracción peligrosa para el espíritu. Incluso Kant, a siglos de distancia, mantenía que el individuo no podía acceder a un conocimiento certero del mundo comestible, puesto que se basaba en impresiones fugaces incapaces de superar la categoría de lo particular.
La literatura no ha escapado a dicha influencia y, por consiguiente, los escritores han incorporado a sus obras representaciones variadas del saber culinario: Rabelais se sirvió del comer y el beber como instrumento para subrayar lo grotesco del cuerpo que se abandon los excesos. Ingerir demasiado se convertía en una amenaza para uno mismo, a la par que, en sentido metafórico, suponía un desafío del hombre renacentista hacia el orden social establecido y la autoridad divina. En contrapartida, Montaigne incorporó a sus Ensayos abundantes referencias a la buena educación en la mesa, detallando sus especialidades preferidas. Cronista gastronómico, evocó las diferencias entre las cocinas de los países que visitó: a su juicio, comer era una facultad que confirmaba la “condición humana” y buscaba con ella, sensibilizar a sus lectores sobre la diversidad de costumbres y el relativismo cultural.
Si bien es cierto que algunos héroes de la ficción, sobre todo entre los nacidos con el romanticismo, no ceden a los placeres de la mesa, otros, en cambio, no dudan en explicitar su afición a la misma en función de los gustos de sus creadores: es fácil evocar al gourmet que fue Dumas; conocida es la relación que Balzac, Flaubert, Baudelaire, Zola mantuvieron con el arte culinario de su época, sin olvidar al refinado Huysmans para quien el banquete se convertía en un potente motivo literario.
En los últimos veinte años la crítica literaria ha concedido su atención a esta simbiosis entre lo culinario y el arte de la palabra, de manera que múltiples volúmenes constituyen ya una importante bibliografía de referencia al respecto. Entre los títulos cabe resaltar las contribuciones de Paul Aron, Le Mangeur du XIXe siècle, Une folie bourgeoise: la nourriture (1973), de Bertrand Marquer y Éléonore Reverzy, La cuisine de l’oeuvre au XIXe siècle: Regards d’artistes et d’écrivains (2013), de Karin Becker, Gastronomie et littérature en France au XIXe siècle (2017) o de Bertrand Marquer, «Dis-moi ce que tu manges, je te dirai ce que tu es»: Fictions identitaires, fictions alimentaires (2020).
Michel Delville figura también entre quienes han consagrado reiterados esfuerzos a este campo. Profesor de literatura comparada en la Universidad de Lieja, se ha especializado en las relaciones entre texto, imagen y música. Otro de sus intereses reside en la cuestión del gusto y sus manifestaciones artísticas. Desde tal perspectiva se ha ocupado de analizar las manifestaciones culturales del hambre en varias de sus contribuciones académicas como Food, poetry, and the aesthetics of consumption: eating the avant-garde (2008). Es co-autor de The Politics and Aesthetics of Hunger and Disgust: Perspectives on the Dark Grotesque (2017), donde se explora el arquetipo del artista hambriento. En este último volumen traza el perfil de los adeptos al ayuno desde la Edad de oro hasta la época contemporánea. Establece con ello una poética del hambre y el asco. Se hace hincapié, asimismo, en el sentido del ayuno como posicionamiento cultural e ideológico frente a un capitalismo cada vez más depredador.
En esa misma senda se había orientado su capítulo “Activismes et résistances de l’inappétence: Shelley, Melville, Kafka” publicado en 2013 en La cuisine de l’œuvre au XIXe siècle: Regards d’artistes et d’écrivains, donde establecía la tesis de que la inapetencia en los autores epónimos, más allá de razones estéticas, atendía a una filosofía de vida, una búsqueda espiritual o un compromiso sociopolítico. Se trata esta de una postura de suma actualidad ya que, en la sociedad contemporánea, el gusto por la comida genera un polémico debate sobre la tiranía de los cánones estéticos y los problemas que de ellos se derivan, como en el caso de la anorexia.
La obra que aquí reseñamos prosigue el análisis en torno a las conexiones entre la literatura y la privación de alimentos.
Unas conexiones que el autor funda en la dualidad de lo oral concebido en tanto que vía de paso de la palabra y de los alimentos.Tras efectuar un breve recorrido por la bibliografía crítica que ha observado la presencia de ágapes y banquetes en la escritura literaria, que se ha centrado en los efectos sociológicos, psicológicos y estéticos de la transposición literaria del gusto, el autor hace gala de su dominio de la literatura comparada. Selecciona a escritores pertenecientes a varias literaturas nacionales como corpus de análisis: a propósito de Kafka subraya cómo convertir en protagonista a un actor que representaba espectáculos en torno al hambre es puro reflejo de su época. Sus tesis coincidían con la secularización del ayuno, con la reivindicación de la privación de alimentos como factor saludable ya que se consideraba que un exceso nutritivo puede desencadenar fenómenos como la locura. Por la trascendencia de dicha figura, Un artista del hambre convertía al novelista en predecesor de las performances modernas o de tendencias como el body art. También un posicionamiento ideológico se adivina en la Metamorfosis al concebirla como una alegoría de un mercado laboral donde el trabajador es susceptible de ser marginado del sistema una vez deja de ser útil al mismo. Kafka no fue el único en recabar dicha visión, sino que su postura es común a la de tantos otros creadores (Dickens, Dostoievsky, Huysmans, Hugo o Zola, por citar unos ejemplos), que se han interesado por la imbricación de los trabajadores –ya sean intelectuales u obreros– en el sistema productivo moderno. Oficinistas y empleados como los ideados por Balzac, por Gogol y por otros tantos herederos de los siglos XX y XXI suelen ilustrar el poder que ejerce la estructura capitalista sobre los derechos del trabajador, sometido a los principios de la productividad y eficiencia laboral.
Por otra parte, Delville adivina en Shelley a un partidario de la dietética al defender este último que las desgracias del individuo se desprenden de sus apetitos “contra natura”. En su caso, el bienestar corporal se asocia con opciones éticas y políticas. Por consiguiente, la defensa de una postura vegetariana conlleva una crítica contra el colonialismo, proveedor de productos como el azúcar u otras especies exóticas.
El Bartleby, el escribiente de Herman Melville constituye otro de los relatos cuyo protagonista capta la atención del autor. El funcionario famélico, en quien ni siquiera el jengibre causa efecto, difiere del artista de Kafka. Su anorexia no es una opción profesional sino una patología que se explica, no sólo por razones económicas, sino por una opción ontológica del propio personaje.
Huysmans constituye otro pilar del razonamiento de Delville. Algunos estudios habían incidido ya en el interés del novelista francés por la alimentación, subrayando hasta qué punto dicha temática supone un eje narrativo y destacando la evolución de sus obras donde el imprescindible alimento físico se sustituye progresivamente por una imperiosa necesidad de sustento espiritual. Delville muestra en qué medida las desilusiones gustativas del protagonista de À vau l’eau son el puro reflejo de sus frustraciones sexuales y profesionales: la restauración común le produce repugnancia porque le recuerda su estatus poco brillante; su dispepsia es motivo para desplegar un discurso sobre la exclusión social y la decadencia existencial. Del mismo modo que tiempo después lo hará Sartre, Huysmans asocia la viscosidad con el cuerpo femenino: de ahí la inapetencia del personaje ante las ostras, léase ante el sexo. Sin embargo, su aversión por la comida viscosa tiene mayor alcance puesto que traduce el rechazo a la solidez de los cuerpos burgueses y a una estructura piramidal ajena a las normas de la naturaleza.
También la novela inacabada de Huysmans, La faim, merece la consideración de Delville: obra de corte naturalista, su intriga narra las vicisitudes de una obrera explotada por una familia de burgueses. No obstante, el caso de la protagonista se erige en microcosmos que alude a la decadencia de una nación al completo. Los vínculos entre malnutrición, enfermedad y neurosis personal muestran de nuevo, la simbiosis entre sustento físico individual y progreso colectivo.
Una segunda línea de trabajo explorada por Michel Delville es la referida a otra vertiente temática: la del artista famélico, cuya supervivencia –puesto que la penuria de alimentos puede poner en riesgo incluso sus facultades físicas– debe lidiar con las estrecheces económicas provocadas por su lucha en busca de la emancipación cultural. Este tipo de relatos coincide con el auge de la novela urbana donde el novelista acechado por el hambre desvela su rostro más oscuro, más decadente, más asocial ya que su rechazo a sublimar los aspectos más repugnantes de la vida en la ciudad se aleja de posturas como la de la bohemia modernista y se sitúa a las antípodas del “flâneur” acuñado por Baudelaire.
Casos extremos lo brindan novelistas como Hamsun para quien la privación de alimento genera estados físicos que llevan al individuo al límite de lo humano, pudiendo incluso ser susceptibles de llegar a la autofagia. Por otra parte, Jacob Elias Poritzky, escritor alemán menos conocido, en su obra Meine Hölle pone de manifiesto las amenazas corolarias a la privación de comida: pobreza, enfermedades mentales, crisis de identidad constituyen sendas lacras sociales. El prisma adoptado por Delville en estos capítulos arroja luz sobre un aspecto poco estudiado en el marco de la historia cultural, donde la temática de la inanición vista por las artes está aún por escribir.
Cotejar las producciones de diversos escritores, enmarcadas en contextos distintos, con diversidad de estilos permite al especialista obtener una visión de conjunto. Desde tal perspectiva el autor confirma su hipótesis inicial y observa en las figuras del escritor famélico y del empleado pobre categorías muy propias de la modernidad cuya herencia sigue vigente tanto en el ámbito literario (el prototipo de “hombre del sistema” presente en la narrativa de Houellebecq) como en otras artes (a modo de ejemplo, la lucha anticapitalista mantenida por artistas como Marina Abramovic).
El sucinto centenar de páginas de este volumen permite presagiar que queda todavía campo por recorrer en el análisis de la inanición como fenómeno fisiológico en el que convergen factores de naturaleza estética, filosófica e incluso política. De lo anterior se deduce que Michel Delville aporta un estudio estimulante, con un enfoque convincente, rico en matices, y que tiene la virtud de abrir el apetito a quienes se interesan tanto por la literatura como por la historia cultural.